miércoles, 23 de junio de 2021

El estigma II

 


Fue tanto el alboroto que decidí seguir al hombre del overol y cruzar la puerta de cristal que separaba la sala de espera del espacio donde estaba la aeronave. La escalera móvil que había sido retirada unos minutos antes, volvía a ensamblar con la puerta del avión. Por ella descendió, fúrico, el capitán, quien increpó al hombre del overol y preguntó qué pasaba. Éste le dijo que un pasajero se había quedado en la sala. Cuál sería su sorpresa cuando al volver la mirada me encontró muy propio (por fuera, por dentro moría de nervios) con mi saco negro y mi maleta roja incandescente.

El capitán me arrebató el boleto, lo inspeccionó y cuestionó: ¿cómo llegaste hasta aquí?, ¿por dónde entraste? Con aparente seguridad y tranquilidad le expliqué mi breve tránsito por los filtros de seguridad. De inmediato cogió un woky toky y llamó seriamente la atención a seguridad. En breves palabras les expuso mi caso. Supongo que del otro lado la respuesta fue algo así como “En este momento vamos por él y lo sacamos”, porque dijo: “No, yo aquí le hago el check-in”.

Ahora sí, muerto de nervios subí al avión. Una azafata, también con gesto de disgusto, me preguntó cuál era mi asiento. Para no errar, le mostré la parte del boleto con la que me quedé. Sólo hice énfasis en que era área para fumadores. Me condujo al final de la aeronave, me mostró mi asiento. Entonces, ya más dueño de la situación me dispuse a colocar la maleta en el compartimiento. ¡Oh, torpe de mí! Justo abrí el que estaba destinado para guardar los desechables: vasos, platos, servilletas. Como una pequeña avalancha cayeron sobre mí.

La señorita azafata, no disimuló su contrariedad. Literalmente arrancó la maleta de mis manos y me ordenó sentarme. Ya les había dicho que soy muy obediente, ¿verdad? Pues así lo hice. Mi mente repetía incesantemente: “Ya no la vas a regar, ya no la vas a regar”. Así que como el símbolo luminoso que indicaba la obligatoriedad del cinturón de seguridad, aproveché para saber cómo funcionaba. Lo “abroché” con mucha facilidad, sin embargo, al momento de querer abrirlo, comenzó una batalla cara a cara, cuerpo a cuerpo, donde el cinturón estaba siendo absoluto vencedor.

Sin saber cómo, logré escuchar el “click” de la apertura. Pero justo en ese momento se encendió el anuncio luminoso para colocarnos el cinturón, para no fumar y no ir al baño. Debo confesar que tenía una enorme curiosidad por conocer este último espacio. No imaginaba cómo sería el sanitario de un avión. Pero el sentido común y las múltiples metidas de pata que había tenido, me orillaron a dejar mi espíritu heurístico para otra ocasión.

El resto del viaje fue tranquilo. Tanto que minutos después de que el indicador de prohibido fumar se apagó, encendí un cigarrillo. En el trayecto pensaba, de verdad, en lo infinito del Universo y lo pequeño que es el ser humano. Ahí reparé que con tanto barullo me había pasado desapercibido el despegue. Había escuchado que era una horrible sensación. Lo mismo el aterrizaje. Pues el primero me pasó de noche. Así que me dispuse a poner atención al segundo.

El paisaje cambió de extensos campos y montañas a territorios con casas. Intuí que estábamos llegando. El sonido local lo confirmó. Notificaron el descenso y dieron las indicaciones para el aterrizaje, así como el número de banda en la cual recogeríamos nuestro equipaje. Distraído como soy, olvidé este último dato. Otra vez la inseguridad y los nervios vinieron a mí. Entonces se me prendió el foco: en algunas filas de asientos más adelante iba una mujer de mediana edad, rubia, alta, con un blazer rojo (menos intenso que mi maleta). Una mujer que no pasaba desapercibida. Así que decidí seguirla. Total, donde ella recogiera su equipaje estaría el mío.

Aterrizamos y otra vez no puse atención a la sensación. Ahora por estar imaginando escenarios hipotéticos: ¿y si la mujer de rojo no lleva equipaje?, ¿y si hay mucha, mucha gente y se me pierde?, ¿y si encuentro otra persona similar? Nada de eso sucedió. Yo seguí a mi compañera de viaje. Caminaba rápido y yo hacía un esfuerzo por mantenerla en mi mirada. Así por un trayecto mediano, hasta que una escalara eléctrica conducía a una gran sala donde había múltiples bandas que paseaban maletas como carrusel. En ese preciso instante caí en cuenta de un erro (léase horror) más: mi plan había sido inútil puesto que ¡yo llevaba mi equipaje! Busqué la salida, la encontré y felizmente abracé a mi madre y tías que me esperaban.

Mi primer viaje en avión de alguna manera presagiaba que durante mucho tiempo siempre fui el último en abordar. Aclaro que no siempre fue mi culpa. Como en aquel viaje con la Secc. 58 del SNTE a la Ciudad de México, también, para escuchar a alguno de los candidatos a la presidencia. Los boletos los habían comprado a través de una agencia de viajes, pero mi nombre no estaba registrado en el mostrador de la aerolínea. De esto nos dimos cuenta al momento de documentar. Los demás miembros de la comitiva cruzaban los filtros de seguridad. Yo esperaba, junto con el secretario de alguna cartera, a que resolvieran algo. Pasaron los minutos. Llamadas a la agencia, a la sección, al Secretario General, al de Finanzas. Por fin apareció mi nombre en el sistema. Me apresuré. Fui el último en abordar. En cuanto me senté, el avión comenzó a moverse.

Cansado de estar sentado en la banca de cantera, acudo al cajero Banamex que está frente a mí. Espero me hayan depositado los honorarios y viáticos. Nada. El viejo celular se está quedando sin batería. Debo encontrar un lugar donde pueda conectarlo. Mis recursos son pocos, así que me dirijo al Centro Comercial Plaza Patria, seguro ahí hay algún café. Tengo suerte. Ordeno un americano. Lo voy “mareando” para que el celular cargue lo suficiente. Son las cuatro de la tarde. Mi vuelo de Aguascalientes sale a las ocho de la noche. El de México a Oaxaca, a las nueve. Voy a perder el vuelo. No hay vuelta de hoja.

Después de aquella comunicación para preguntarme de las conexiones aéreas saliendo de Zacatecas no hubo otra más hasta anoche a las once. Me dijeron que ya no había vuelos de Zacatecas a Oaxaca. Les respondí: nunca ha habido. Me preguntan cuánto tiempo hago a Aguascalientes. De ahí sale un vuelo a las 14:00 horas. Les digo que un par de horas en autobús foráneo. Y solicito salir de Zacatecas a las diez de la mañana para tener tiempo suficiente de llegar sin contratiempos. Minutos después llega el boleto del autobús. Salgo a las diez de la mañana en ETN. Consulto acerca del vuelo y me dicen que en el transcurso a Aguascalientes me lo harán llegar.

Salgo de casa a las 9:15. En el trayecto me llega el boleto del vuelo Aguascalientes-Oaxaca. ¡A las 20:00 horas! Estaré diez horas en la capital hidrocálida. No lo veo con desagrado. Seguro no tarda en caer el depósito de viáticos y honorarios. Además, tengo buenas y queridas amistades ahí. Así que qué puede salir mal. Decido dormir, lo hago. Despierto cuando vamos llegando a la Central Camionera.

Continuará…

sábado, 12 de junio de 2021

La increíble y triste historia del cándido Campech y sus viajes desalmados

I.  El origen

 Hasta entonces nunca me habían aterrado

De esa forma los aeropuertos

ISMAEL SERRANO

Llevo dos horas sentado en el parque contiguo a Plaza de Armas de Aguascalientes, Miro el ir y venir de los peatones por Francisco I. Madero. Son las tres de la tarde. Incluso el número de personas que entran y salen del Congreso del Estado es menor. Este viaje a Oaxaca pinta ser como la mayoría de mis viajes: caótico, aventurero, emocionante, al límite.

Tres o cuatro semanas antes me habían llamado para preguntarme en relación a la frecuencia y horarios de los vuelos Zacatecas-Oaxaca. Les respondí exponiendo lo limitado de los itinerarios nacionales saliendo del aeropuerto de Calera de Víctor Rosales: fuera cual fuera la opción, tendría que hacer conexión en la Ciudad de México.

Por cuestiones laborales tengo que estar en Xoxocotlán, Oax., un sábado poco antes de las nueve de la mañana. Aquella comunicación a tiempo augura que tendré un traslado tranquilo, relax. Sin embargo, los acontecimientos de las últimas horas, la incertidumbre que crece conforme avanza este viernes en la capital hidrocálida extienden la sombra de mi primer viaje en avión.

Tenía entonces diecinueve años. Entre mis máximos sueños estaba el de viajar en avión. Con la proporción correspondiente a mi primer aguinaldo adquirí los primero anteojos que usé y compré un boleto para volar a la Ciudad de México, aún Distrito Federal. Por fin cumpliría tan ansiado anhelo. Salí de las oficinas de la aerolínea TAESA, ubicadas en un centro comercial frente al Portal de Rosales, sobre la Avenida Hidalgo.

Mi horario laboral era de martes a sábado de 15:00 a 21:00 horas. El boleto era Caja de Pandora. No se trataba sólo del pase a volar, sino que me inquietaba desconocer todos los datos que estaban en él y me frustraba la incapacidad de descifrarlos. Los boletos de los autobuses foráneos eran más fáciles de leer y los de las rutas urbanas aún más sencillos. Ninguna comparación en el tipo y tamaño de papel, información y precio.

La Biblioteca Pública Central Estatal “Mauricio Magdaleno” tenía como sede la antigua alhóndiga en cuya fachada se erige el Portal de las Flores. En el portón se encontraba instalada una pequeña mesa y una silla que hacían de módulo de información del Instituto Federal Electoral (IFE), atendido en ese momento por el joven Bruno Chávez, con quien fragüé una gran amistad surgida a partir del tabaco.

Bruno en varias ocasiones había platicado que acostumbraba viajar en avión, así que consideré que sería la persona más cercana e idónea para exponerle mis dudas. Lo primero que llamó mi atención fue la anticipación con la que debería de estar en el aeropuerto: dos horas. Ante dicha inquietud. Bruno dijo que no era necesario, que “era igual que ir en camión”. Mala respuesta, siempre había llegado barriéndome a la Central Camionera.

Un par de días después se llegó el ansiado momento. Para ello me preparé como mejor consideré, basado en imaginario y estereotipos. ¿Recuerdan aquel chiste de Polo Polo respecto a su primer vuelo a España?, pues poco faltó para replicarlo. Así que organicé mi equipaje en aquella maleta deportiva, de un intensísimo rojo chillón y con el logo de Umbro, y conseguí un saco (no recuerdo con quién de mis amistades, en mi guardarropa no había tal prenda, y según mis falsas representaciones, necesitaba uno para viajar).

El vuelo, si mal no recuerdo, saldría a las cinco de la tarde. Ese día había estado muy nublado y a partir de las quince horas comenzó a llover. El Aeropuerto Internacional “Leobardo C. Ruiz” está ubicado en el municipio de Calera de Víctor Rosales, Zac., a 30 kilómetros de la capital del Estado. Todo ese día había agudizado la inquietud de lo desconocido que me embargaba desde que adquirí el boleto.

Otra duda que le planteé a Bruno fue qué es lo que debería hacer una vez estando en el aeropuerto. Le pedí que me explicara qué era eso de “documentar” (en la oficia de la aerolínea la escuché por vez primera). Bruno, esbozando esa sonrisa de oreja a oreja que siempre lo ha caracterizado, me dijo: -Cuando llegues, te formas donde veas mucha gente, avanzas y haces lo mismo que hace todo mundo. Así de fácil. Pues de acuerdo a las indicaciones de mi amigo, realmente era mucho muy fácil abordar un avión.

Las tres de la tarde. Considerando la distancia al aeropuerto, en veinte o treinta minutos podría llegar perfectamente (sí, ahora sé que los vuelos se cierran, al menos, treinta minutos antes y también la razón de la anticipación para documentar equipaje y hacer check in). Tres con treinta minutos. La lluvia se volvía intensa. Cuatro de la tarde, consideré que era hora de decirle a don José y a la señora Auxilio (el generoso matrimonio que me rentaba parte de su casa y que se ofrecieron a llevarme en su camioneta) que ya era hora. Así lo hice.

La señora Auxilio me preguntó si llegaría a tiempo. Don José respondió por mí, afirmativamente. La lluvia no aminoraba. Cuatro quince, salíamos de casa rumbo al aeropuerto. Por las mismas condiciones climáticas y, supongo, por la prudencia misma de la edad, don José conducía a una velocidad no mayor a 60 kilómetros por hora. Cuatro y veinticinco, pasamos el entronque a Morelos.

Justo en ese paraje comprendí que podría perder el vuelo. El nerviosismo se acrecentó por diversas vertientes: la emoción de volar, la angustia de llegar tarde, la incertidumbre de los procesos. Cuatro treinta, ingresamos a la vialidad que conduce al aeropuerto. Raudo agradecí y me despedí de mis arrendadores.

Bruno no me mintió. Había una gran fila esperando ser atendida en mostrador. Cuatro treinta y cinco. En la sala de espera vi rostros conocidos. Pero en una fila que no conducía al mostrador, vi a Pablo Rush, el bonachón alemán que ofrecía manjares vegetarianos en su local ubicado en el interior de la Alameda “Trinidad García de la Cadena”. Con el agrado de coincidir charlamos y bromeamos como siempre lo hacíamos. La segunda fila que identifiqué, avanzó. Pablo me preguntó a qué hora salía mi vuelo. Le mostré el boleto con la esperanza que me orientara hacia dónde se ubicaba la sala para abordar. Cuatro cuarenta. Pablo me instó a meterme de inmediato por la puerta donde la segunda fila desaparecía.

Ignoro cómo lo hice, pero de pronto ya estaba instalado en una sala de regular tamaño, con asientos y un enorme ventanal que dejaba ver a un par de aviones: a mi lado izquierdo, uno de Aeroméxico al cual, deduje, le suministraban combustible (mi sentido común me lo explicó al ver la pipa junto a la aeronave) y frente a mí, uno de TAESA con las turbinas encendidas.

Entonces me percaté de una particularidad. Frente al avión de Aeroméxico estaba una sala idéntica a la que yo me encontraba, pero con mucha más gente que en la mía. En esta última sólo estábamos un matrimonio de adultos de mediana edad y un adulto mayor con overol lleno de insignias aeroportuarias que miraba al TAESA mientras fumaba (aún se podía fumar en espacios cerrados).

Cuatro cincuenta, recuerdo la promesa que me hice a mí mismo: “no la voy a regar, no la voy a cagar, todo va a estar bien”. Pero olvidé que esas afirmaciones no están exentas de dosis de estupidez. De pronto algo llamó poderosamente mi atención: en ambas salas era el único con boleto de TAESA, los demás de Aeroméxico. ¿Acaso era el único pobretón que viajaría en la aerolínea que ofrecía vuelos en pagos? Casi instantáneamente la señora del matrimonio volteó y al mirarme un arco reflejo le provocó un ligero brinco.

Su marido hizo lo mismo, pero preguntó señalando el avión con las turbinas encendidas: -¿Es ese su avión? Ignorante de todo lo que implicaba volar, respondí que no sabía y extendí mi boleto. Los nervios hacían presa de mí. Entonces el esposo llamó al trabajador del overol para preguntarle exactamente lo mismo que a mí. El hombre miró el boleto y de inmediato arrojó su cigarro al suelo, lo piso y enérgicamente me indicó que no me moviera de donde estaba.

No sé si la circunstancia, el discreto color de mi maleta, mi indumentaria o todo junto provocaron que los pasajeros de la sala adyacente estuvieran al pendiente de mí. El marido me dijo, -No se quede ahí, vaya con el señor. A lo que repliqué que me había dado la indicación de quedarme donde estaba. Y yo era muy obediente. Pero de la otra sala salían arengas y gritos para que hiciera lo que me había dicho el marido: -¡No se quede ahí, vaya con el señor!, ¡Siga al señor!, ¡Va a perder el vuelo si se queda ahí!.

Continuará….

sábado, 4 de junio de 2016

Tu risa me hace libre, me pone alas.



Es 12 de septiembre de 1939, una carta es firmada en la celda 22 de la Cuarta Galería, en la Cárcel de Torrijos, en Madrid. Meses antes había caído Catalunya y se erigía en pleno el régimen franquista. Por tercera ocasión en su vida, Miguel Hernández Gilabert, es puesto preso. Su ideología política, su defensa de la libertad resultan incompatibles con las de Francisco Franco. Motivo por el cual cada celda es un paupérrimo estudio donde lo mismo plasma versos, que cartas a Josefina Manresa –su esposa- o a sus amigos en busca de ayuda. Cada trozo de papel, sin importar su origen, era el único contacto con el exterior. No había más.


La tortura, los trabajos forzados, las condiciones insalubres son el escenario que comparten Hernández y otros cientos de reos hacinados en la “cárcel más pequeña de Franco”, pero no por ello menos cruel. La celda 22, tiene apenas dos metros y medio de largo y da albergue hasta nueve personas. En los primeros días de septiembre Miguel Hernández recibe una misiva firmada por Josefina Manresa. En ella le pone al tanto de la difícil situación económica por la que atraviesa y que impacta en el pequeño Manuel Miguel Hernández Manresa. El poeta se refugia tres o cuatro días en su celda. Soporta los constantes ataques de chinches, pulgas. No sale, ni siquiera, a ver el patio que inspiró su “Ascensión de la escoba” cuando fue castigado a barrerlo.

En esos días de retiro sólo tiene por confidente una vieja libreta que lo ha acompañado desde marzo de ese año. A la vuelta de la cubierta, de acuerdo con Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia, Hernández escribió los siguientes versos:

Si este libro se perdiera,
como puede suceder,
se ruega a quien se lo encuentre
me lo sepa devolver.
Si quiere saber mi nombre
aquí abajo lo pondré.
Con perdón suyo, me llamo
M. Hernández Gilabert.
El domicilio, en la cárcel.
Visitas de seis a seis.

Hernández vivía para la poesía y por la poesía. Esta libreta sería el borrador de su poemario Cancionero y romancero de ausencias. Esos días de reclusión dentro de la cárcel, es probable que la imagen de sus hijos, uno muerto y el otro con hambre, además de la de su mujer, no dejaran de darle vueltas a su cabeza. Desde sus años de pastor aprendió a componer y estructurar la métrica mentalmente. Por ello su cuaderno es el borrador y, para algunos, diario de los días en prisión en ese lejano 1939.

Esta semana, como las anteriores, llega martes y no ha llegado tu carta. También empiezo a escribir ésta para que me dé tiempo a echarla después, cuando el correo me traiga la tuya, que no creo que falte hoy. Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros y desesperarme.
Prefiero lo primero y así no hago más que eso, además de lavar y coser con muchísima seriedad y soltura, como si en toda mi vida no hubiera hecho otra cosa. También paso mis buenos ratos espulgándome, que familia menuda no me falta nunca, y a veces la crío robusta y grande como el garbanzo. Todo se acabará a fuerza de uña y paciencia, o ellos, los piojos, acabarán conmigo.
Pero son demasiada poca cosa para mí, tan valiente como siempre, y aunque fueran como elefantes esos bichos que quieren llevarse mi sangre, los haría desaparecer del mapa de mi cuerpo. ¡Pobre cuerpo! Entre sarna, piojos, chinches y toda clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, y sin ti, Manolillo de mi alma, no sabe a ratos qué postura tomar, y al fin toma la de la esperanza que no se pierde nunca.
Así veo pasar un día y otro día, esperanzado y deseoso de correr a vuestro lado y meterme en nuestra casa y no saber en mucho tiempo nada del mundo, porque el mundo mejor está entre tus brazos y los de nuestro hijo. Aún es posible que vaya para el día de mi santo, guapa y paciente Josefina. Aunque yo, la verdad, creo que estos amigos míos llevan las cosas muy despacio. Han estado de vacaciones fuera de Madrid y han regresado esta semana pasada.
No han podido venir a verme porque ahora es imposible para todo el mundo. Es casi seguro que los veré la semana que viene. Me decías en tu anterior que guardara la ropa cuanto pudiera. No te preocupes, que si no tengo ropa cuando salga, con ponerme una mano en el occipucio y otra en el precipicio, arreglado. Así y todo procuro conservarla y uso la más vieja y todo son cosidos y descosidos y ventanas por todas partes. El pijama se me ha roto y le he puesto un remiendo que es media camisa, porque se me veía toda la parte de atrás y era una verdadera vergüenza. Por lo que a mí me pasa, me figuro lo que os pasará a vosotros y como esto siga así, me veo contigo como Adán y Eva en el Paraíso.
¡Ay, Josefina mía! No nos queda otro remedio que aguantar todo lo malo que
nos viene y nos puede venir, para el día que nos toque aguantar lo bueno. ¿Verdad que llegará ese día? Yo nunca he dudado de que llegará y de que seremos más felices que hasta aquí hemos sido. Esta separación nos obliga a respetar a nuestro Manolillo más que respetamos al otro. Manolillo del que no dejo de acordarme nunca. Dentro de un mes hará un año que se nos murió. Eso de que el tiempo pasa de prisa, para nadie es más verdad hoy como para nosotros y a mí me cuesta trabajo creer que ha pasado un año desde que cerró nuestro primer hijo los ojos más hermosos de la tierra. Dios, a quien tú tanto rezas, hará que el día diecinueve de octubre lo pasemos juntos, si no hace que lo pasemos el día ventinueve de este mes.
No quisiera pasar, ese día lejos de ti. Iremos a dar una vuelta al campo y si tú eres decidida, visitaremos la tierra donde nos espera. Tengo ganas de hablar contigo. La otra noche soñé a Manolillo ya con cinco o seis años de edad. Cuídalo mucho, Josefina que crezca fuerte y defendido contra toda enfermedad. Cuando te sea posible come mucha fruta y mucho vegetal, principalmente patatas. Es lo que más conviene a tu salud y a la de nuestro sinvergüencilla.
No me dices muchas cosas suyas. Supongo que ya hablará más que un loro. Si supieras que ganas tengo de oír su voz: se me ríen los huesos sólo de imaginarla, con que mira lo que me voy a reír el día que la oiga de verdad. Dime el peso que tiene, que no lo has pesado hace mucho tiempo. Estoy enfadado con Manolo y con las Marianas, a ninguno de los cuatro se les ocurre escribirme unas letras. No se acuerdan de mí, que no los olvido.
Dime también algo de la abuela y la tía, que tampoco me han mandado una sola letra (...). Bueno. Voy a dejar el lápiz y a esperar tu carta, a ver qué me trae de bueno. Nada. Hoy no recibo carta tuya. No me gusta que te retrases en escribirme. Vaya plantón que me he llevado al pie del que vocea el correo. No hay derecho.
Espero que me digas algo de nuestra familia de Orihuela, de mi madre especialmente y de la de Pepito. Anteayer he recibido una carta de un amigo de la huerta, Trinitario Ferrer, muy amigo de mi hermano y me dice que se ve con él todos los días. Di a Vicente que le diga que por ahora no puedo contestarle, pero que me alegra mucho saber de él.
Voy a terminar mi carta diciéndote que seas menos perezosa conmigo o de lo contrario no te voy a escribir en un mes. Y nada más porque no parezca larga ésta a la censura y porque hagan todo lo posible para que llegue a tus manos.
Manolillo: adiós, un beso ¡pum! Otro beso ¡pum! Otro, otro, otro, ¡pum, pum, pum!
Manolo: escribe, dejando a un lado por un rato las barbas y las perezas.
Marianas: a ser buenas y a pelearos una vez a la semana solamente.
Josefina: recibe para ti y para nuestro hijo y para nuestros hijos mayores el cariño encerrado y empiojado y ... perdido de tu preso
Miguel.
¡Adiós!'

El último poema del cuadernillo contiene las “coplillas” dedicadas a Manuelito, sin título. Años después se conocerían con el nombre de “Nanas a la cebolla”.

[Dedicadas a su hijo, a raíz de recibir una carta de su mujer, en la que  le decía que no comía más que pan y cebolla]

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.

Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.


jueves, 17 de julio de 2014

La inspiración negada

Eduardo Campech Miranda.


Después de dos frustrados intentos, vuelvo al papel. Estas líneas me han sido más difíciles que hacerles la carta a los Reyes Magos. Confieso que intenté escribir en torno a la concepción del Ser Supremo en Platón, pero mis tres pelos de tonto lo han impedido. También consideré realizar una disertación de los triángulos, aunque mi experiencia se remite a los de tintes amorosos solamente. Por eso prefiero un cuarto a un tercio, pero sí un trío a un cuarteto. Pero volvamos al texto y no a confesiones personales, las cuales, dicho sea de paso, son problema de dos, de tres ya es chisme.

Me encomiendo a la Santísima Trinidad y mis dedos vuelven al teclado, intento ser crítico literario: “¡Ah! Vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose,/lento juego de luces, campana solitaria,/crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca,/caracola terrestre, ¡en ti la tierra canta!”, el poema Tres de Pablo Neruda ha sido opacado, principalmente, por los poemas Quince y Veinte…

¡Tantas cosas con relación al 3 y no logro hilvanar tres ideas!: The Three Stooges, Los Tres Cochinitos y el Lobo Feroz, Los Tres Mosqueteros, Los Panchos, Los Tres Caballeros, The Police, los tres deseos que se piden al genio o Los Tres Pelos de Oro del Diablo, Fernández-Figueroa-Magdaleno. Me quedo con los deseos: 1) Abordar el metro de la Ciudad de México en Universidad y bajarme hasta Indios Verdes, en un vagón sólo para mí, en horas pico; 2) resolver, sin calculadora, una raíz cúbica y 3) que todos mis deseos se tripliquen por siempre.


Recuerdo que cuando niño jugaba futbol, los defensas siempre pelábamos por el número tres. Ese mismo que portaba Fernando Quirarte en la espalda. Algunas ocasiones lo obtuve, otras, me tuve que conformar con el que me asignaban. Ese número era el objeto del deseo, movíamos agua, tierra y aire con tal de conseguirlo. Ofrezco disculpas a mis tres lectores, la inspiración y las musas, me han negado tres veces.

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, junio 2 de 2014.

martes, 29 de octubre de 2013

El alma negra

Absalón Sánchez Valdivia había adquirido una cámara fotográfica usada y pasada de moda. No pudo resistir a la tentación de perpetuar  un instante. Recordó cuántas lamentaciones lo envolvían por no contar con una de ellas: aquella puesta de Sol, las casas derrumbadas con el temblor, la construcción geométrica de las frutas en el mercado, la risa de Natalia Zaldívar.
Natalia provenía de una familia que desconfiaba de los avances tecnológicos. Nunca se habían permitido fotografiarse porque “les robaban el alma”. Natalia era célebre, además de bella, porque hacía sufrir a sus pretendientes. De ahí que se dijera que tenía el alma negra.
Un sábado, día en que se acostumbraba bajar a San Rafael para realizar las compras semanales, y las muchachas y los muchachos aprovechaban para mirarse y coquetear, la sonrisa de Natalia fue tan amplia y tan natural, que Sánchez Valdivia no lo dudó: cogió la cámara, enfocó el objetivo, e hizo click.

Pedro Zaldívar, padre de Natalia, asestó el golpe preciso con el machete. La cámara cayó haciéndose pedazos. Pedro tomó el rollo fotográfico. Absalón se desplomó como un guiñapo.
Pedro salió de la cárcel a los tres días del crimen. No tuvo abogado de oficio, ni contrató uno. Decía que él mismo haría la defensa, que el destino estaba en sus manos.
Frente al Ministerio Público abrió el cartucho del rollo fotográfico. No apareció imagen alguna. Con convicción y tranquilidad, se dirigió al Ministerio Público y le espetó: -¡Le dije que le había robado el alma a mi hija!, ¡aquí está la prueba!- mientras extendía el rollo velado.
Es por ello que, como acto de penalización, Absalón fue sepultado en un ataúd negro.

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, noviembre 18 de 2013.

jueves, 24 de octubre de 2013

La maestra Lupita


Doña Lupe de ochenta y cuatro años de edad alguna vez fue niña. No estuvimos en sus primeros pasos, ni en su primera palabra (una de las tantas razones que festejamos a los pequeños: el habla). Tampoco estuvimos en la realización de sus primeros trabajos. Pero la historia, esa que en ocasiones tuve oportunidad de escuchar de viva voz y otras a través de terceros, está ahí. Historia oral, historia reflejo de la ipseidad nuestra de cada día.

Doña Lupe no fue a la escuela. Esa gracia la tuvo una hermana mayor. Pero a fuerza de tesón e inteligencia fue autodidacta. Así aprendió (y aprehendió) las letras, sus múltiples combinaciones que generan el festejo referido (la palabra), que nombran y dan existencia al mundo, que conforman nuestra personalidad. Así fue organizando, poniendo, quitando, números. Supo de la raíz en el barbecho y de la raíz cuadrada. Supo, sin acudir a la escuela y, mucho menos, sin recibir un aprendizaje en base a competencias, que el aprendizaje de los libros es para la vida.

Doña Lupe, en algún momento pasó a ser la maestra Lupita. Esa a la que los maestros trabajadores de la educación formal, buscaban para canalizar a sus alumnos, principalmente los que más “atrasados”. La maestra Lupita alfabetizó a sus hijos y a sus nietos. Pero también a decenas de hombres y mujeres que pasaron por su aula, -un pequeño cuarto de tres por tres metros, lleno de niños, oloroso a viruta de lápiz, pan, aromas acres, papel, y tapizado por la algarabía de cada uno de los asistentes-. El paisaje era adosado por los clásicos libros Rosita y Juanito, Mi libro mágico y un título más que escapa a mi memoria, pero cuyo autor era Gregorio Torres Quintero.

Dicen que los vecinos se quejaban. En tiempos en que la piratería no era un tema cotidiano, la maestra Lupita se atrevía a abrir un espacio educativo sin reconocimiento oficial, ¿cómo era posible que ella, que ni la primaria cursó, se ostentara como maestra y permitiera que así se le identificara? Dicen que la inconformidad llegó a oídos de aquel que prometió defender la moneda como un can. El mandatario, lejos de sancionarla, le envió una felicitación: mexicanas así, comprometidas, necesita la nación (y las sigue necesitando).

A ella agradezco la llave de la lectura. Ella me alfabetizó, el gusto por la práctica vino muchos años después, de forma tal vez azarosa. En sus clases la mente adquiría porosidad, el aprendizaje ingresaba inusitadamente, se adhería por los siglos de los siglos. Quien algo aprendía allí, aún lo sabe. El arte de sembrar, adquirido en la remota infancia tlaxcalteca, lo trasladó al papel y lápiz.


No sé si ella llegue a leer estas líneas. No sé si alguna palabra de las escritas aquí llegue a hacer eco en esa mente que paga facturas de la edad. No sé cómo homenajear a mi abuela de modo distinto a hacer lo que ella me enseñó.

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, septiembre 9 de 2013.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Viaje a la Sierra Gorda III

Pablo nos indica que estamos cerca de Jalpan de Serra, sólo debemos pasar Ahuacatlán. El camino será descendente y menos sinuoso de lo que ha sido. Nos despedimos de Pablo haciéndole la recomendación que tuviera cuidado en la mina de mercurio. “Es lo que hay, patrón”, -dice volviéndose a la caseta que hace las funciones de taquilla.

Ahora hay que volver a la terracería para volver a estar sobre la carretera. En el pequeño trayecto hay grupos de mujeres cortando y cargando leña. Los hombres están en la mina. El camino es tal como lo dijo Pablo, en veinte minutos estuvimos en Jalpan de Serra. La imagen de la presa nos decepcionó. En las fotografías de internet se veía más imponente. Después nos enteramos que no había llovido como en Zacatecas.

La iglesia de Jalpan es majestuosa. Comparte con nuestra Jalpa el parecido del nombre y del clima. La señorita que atiende el módulo turístico se portó muy atenta. La localidad ofrece una serie de atractivos como son arquitectura colonial, construcciones prehispánicas, ecoturismo. A casi dos horas de ahí se encuentra Xilitla. Es mágico y alucinante lugar. La desilusión me la llevé cuando no encontré un solo disco original de huapangos.

Cerca de Jalpan está Concá. Otra misión franciscana. En los folletos aparece como atracción, el “Árbol Milenario”. Interrogué a un pequeño en torno a tal espécimen y su importancia. La respuesta fue contundente: -Es un árbol que tiene muchos años. Nadie más me supo dar información.

En Querétaro, en Zacatecas, en todo el país, uno puede ser testigo de la cultura del esfuerzo, del trabajo, del arraigo. Pero también los muros, testigos de pasadas campañas presidenciales, promesas huecas, electoreras, campañas hijasdeputa que llevan al poder a gente que se olvida de nosotros.


Las comparaciones son odiosas, pero también inevitables. Principalmente cuando vemos la educación vial que existe en la capital queretana, su limpieza, los servicios (allá, hay camiones urbanos con conexión Wi-Fi, aquí, pedimos llegar íntegros a nuestro destino). Sólo hay un negrito en el arroz: a los indígenas se les impide vender sus artesanías en la vía pública, sólo lo tienen permitido después de las diez de la noche. Ignoro si esa disposición está reglamentada o sólo es ocurrencia de alguna autoridad.

Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, agosto 26 de 2013.