Doña Lupe de ochenta y cuatro
años de edad alguna vez fue niña. No estuvimos en sus primeros pasos, ni en su
primera palabra (una de las tantas razones que festejamos a los pequeños: el
habla). Tampoco estuvimos en la realización de sus primeros trabajos. Pero la
historia, esa que en ocasiones tuve oportunidad de escuchar de viva voz y otras
a través de terceros, está ahí. Historia oral, historia reflejo de la ipseidad
nuestra de cada día.
Doña Lupe no fue a la escuela.
Esa gracia la tuvo una hermana mayor. Pero a fuerza de tesón e inteligencia fue
autodidacta. Así aprendió (y aprehendió) las letras, sus múltiples
combinaciones que generan el festejo referido (la palabra), que nombran y dan
existencia al mundo, que conforman nuestra personalidad. Así fue organizando,
poniendo, quitando, números. Supo de la raíz en el barbecho y de la raíz
cuadrada. Supo, sin acudir a la escuela y, mucho menos, sin recibir un
aprendizaje en base a competencias, que el aprendizaje de los libros es para la
vida.
Doña Lupe, en algún momento pasó
a ser la maestra Lupita. Esa a la que
los maestros trabajadores de la educación formal, buscaban para canalizar a sus
alumnos, principalmente los que más “atrasados”. La maestra Lupita alfabetizó a
sus hijos y a sus nietos. Pero también a decenas de hombres y mujeres que
pasaron por su aula, -un pequeño cuarto de tres por tres metros, lleno de
niños, oloroso a viruta de lápiz, pan, aromas acres, papel, y tapizado por la
algarabía de cada uno de los asistentes-. El paisaje era adosado por los
clásicos libros Rosita y Juanito, Mi libro mágico y un título más que
escapa a mi memoria, pero cuyo autor era Gregorio Torres Quintero.
Dicen que los vecinos se
quejaban. En tiempos en que la piratería no era un tema cotidiano, la maestra
Lupita se atrevía a abrir un espacio educativo sin reconocimiento oficial,
¿cómo era posible que ella, que ni la primaria cursó, se ostentara como maestra
y permitiera que así se le identificara? Dicen que la inconformidad llegó a
oídos de aquel que prometió defender la moneda como un can. El mandatario,
lejos de sancionarla, le envió una felicitación: mexicanas así, comprometidas,
necesita la nación (y las sigue necesitando).
A ella agradezco la llave de la
lectura. Ella me alfabetizó, el gusto por la práctica vino muchos años después,
de forma tal vez azarosa. En sus clases la mente adquiría porosidad, el
aprendizaje ingresaba inusitadamente, se adhería por los siglos de los siglos.
Quien algo aprendía allí, aún lo sabe. El arte de sembrar, adquirido en la
remota infancia tlaxcalteca, lo trasladó al papel y lápiz.
No sé si ella llegue a leer estas
líneas. No sé si alguna palabra de las escritas aquí llegue a hacer eco en esa
mente que paga facturas de la edad. No sé cómo homenajear a mi abuela de modo
distinto a hacer lo que ella me enseñó.
Publicado en "La Gualdra", suplemento cultural de La Jornada Zacatecas, septiembre 9 de 2013.
Que líneas expresan más de lo que realmente es....
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