miércoles, 23 de junio de 2021

El estigma II

 


Fue tanto el alboroto que decidí seguir al hombre del overol y cruzar la puerta de cristal que separaba la sala de espera del espacio donde estaba la aeronave. La escalera móvil que había sido retirada unos minutos antes, volvía a ensamblar con la puerta del avión. Por ella descendió, fúrico, el capitán, quien increpó al hombre del overol y preguntó qué pasaba. Éste le dijo que un pasajero se había quedado en la sala. Cuál sería su sorpresa cuando al volver la mirada me encontró muy propio (por fuera, por dentro moría de nervios) con mi saco negro y mi maleta roja incandescente.

El capitán me arrebató el boleto, lo inspeccionó y cuestionó: ¿cómo llegaste hasta aquí?, ¿por dónde entraste? Con aparente seguridad y tranquilidad le expliqué mi breve tránsito por los filtros de seguridad. De inmediato cogió un woky toky y llamó seriamente la atención a seguridad. En breves palabras les expuso mi caso. Supongo que del otro lado la respuesta fue algo así como “En este momento vamos por él y lo sacamos”, porque dijo: “No, yo aquí le hago el check-in”.

Ahora sí, muerto de nervios subí al avión. Una azafata, también con gesto de disgusto, me preguntó cuál era mi asiento. Para no errar, le mostré la parte del boleto con la que me quedé. Sólo hice énfasis en que era área para fumadores. Me condujo al final de la aeronave, me mostró mi asiento. Entonces, ya más dueño de la situación me dispuse a colocar la maleta en el compartimiento. ¡Oh, torpe de mí! Justo abrí el que estaba destinado para guardar los desechables: vasos, platos, servilletas. Como una pequeña avalancha cayeron sobre mí.

La señorita azafata, no disimuló su contrariedad. Literalmente arrancó la maleta de mis manos y me ordenó sentarme. Ya les había dicho que soy muy obediente, ¿verdad? Pues así lo hice. Mi mente repetía incesantemente: “Ya no la vas a regar, ya no la vas a regar”. Así que como el símbolo luminoso que indicaba la obligatoriedad del cinturón de seguridad, aproveché para saber cómo funcionaba. Lo “abroché” con mucha facilidad, sin embargo, al momento de querer abrirlo, comenzó una batalla cara a cara, cuerpo a cuerpo, donde el cinturón estaba siendo absoluto vencedor.

Sin saber cómo, logré escuchar el “click” de la apertura. Pero justo en ese momento se encendió el anuncio luminoso para colocarnos el cinturón, para no fumar y no ir al baño. Debo confesar que tenía una enorme curiosidad por conocer este último espacio. No imaginaba cómo sería el sanitario de un avión. Pero el sentido común y las múltiples metidas de pata que había tenido, me orillaron a dejar mi espíritu heurístico para otra ocasión.

El resto del viaje fue tranquilo. Tanto que minutos después de que el indicador de prohibido fumar se apagó, encendí un cigarrillo. En el trayecto pensaba, de verdad, en lo infinito del Universo y lo pequeño que es el ser humano. Ahí reparé que con tanto barullo me había pasado desapercibido el despegue. Había escuchado que era una horrible sensación. Lo mismo el aterrizaje. Pues el primero me pasó de noche. Así que me dispuse a poner atención al segundo.

El paisaje cambió de extensos campos y montañas a territorios con casas. Intuí que estábamos llegando. El sonido local lo confirmó. Notificaron el descenso y dieron las indicaciones para el aterrizaje, así como el número de banda en la cual recogeríamos nuestro equipaje. Distraído como soy, olvidé este último dato. Otra vez la inseguridad y los nervios vinieron a mí. Entonces se me prendió el foco: en algunas filas de asientos más adelante iba una mujer de mediana edad, rubia, alta, con un blazer rojo (menos intenso que mi maleta). Una mujer que no pasaba desapercibida. Así que decidí seguirla. Total, donde ella recogiera su equipaje estaría el mío.

Aterrizamos y otra vez no puse atención a la sensación. Ahora por estar imaginando escenarios hipotéticos: ¿y si la mujer de rojo no lleva equipaje?, ¿y si hay mucha, mucha gente y se me pierde?, ¿y si encuentro otra persona similar? Nada de eso sucedió. Yo seguí a mi compañera de viaje. Caminaba rápido y yo hacía un esfuerzo por mantenerla en mi mirada. Así por un trayecto mediano, hasta que una escalara eléctrica conducía a una gran sala donde había múltiples bandas que paseaban maletas como carrusel. En ese preciso instante caí en cuenta de un erro (léase horror) más: mi plan había sido inútil puesto que ¡yo llevaba mi equipaje! Busqué la salida, la encontré y felizmente abracé a mi madre y tías que me esperaban.

Mi primer viaje en avión de alguna manera presagiaba que durante mucho tiempo siempre fui el último en abordar. Aclaro que no siempre fue mi culpa. Como en aquel viaje con la Secc. 58 del SNTE a la Ciudad de México, también, para escuchar a alguno de los candidatos a la presidencia. Los boletos los habían comprado a través de una agencia de viajes, pero mi nombre no estaba registrado en el mostrador de la aerolínea. De esto nos dimos cuenta al momento de documentar. Los demás miembros de la comitiva cruzaban los filtros de seguridad. Yo esperaba, junto con el secretario de alguna cartera, a que resolvieran algo. Pasaron los minutos. Llamadas a la agencia, a la sección, al Secretario General, al de Finanzas. Por fin apareció mi nombre en el sistema. Me apresuré. Fui el último en abordar. En cuanto me senté, el avión comenzó a moverse.

Cansado de estar sentado en la banca de cantera, acudo al cajero Banamex que está frente a mí. Espero me hayan depositado los honorarios y viáticos. Nada. El viejo celular se está quedando sin batería. Debo encontrar un lugar donde pueda conectarlo. Mis recursos son pocos, así que me dirijo al Centro Comercial Plaza Patria, seguro ahí hay algún café. Tengo suerte. Ordeno un americano. Lo voy “mareando” para que el celular cargue lo suficiente. Son las cuatro de la tarde. Mi vuelo de Aguascalientes sale a las ocho de la noche. El de México a Oaxaca, a las nueve. Voy a perder el vuelo. No hay vuelta de hoja.

Después de aquella comunicación para preguntarme de las conexiones aéreas saliendo de Zacatecas no hubo otra más hasta anoche a las once. Me dijeron que ya no había vuelos de Zacatecas a Oaxaca. Les respondí: nunca ha habido. Me preguntan cuánto tiempo hago a Aguascalientes. De ahí sale un vuelo a las 14:00 horas. Les digo que un par de horas en autobús foráneo. Y solicito salir de Zacatecas a las diez de la mañana para tener tiempo suficiente de llegar sin contratiempos. Minutos después llega el boleto del autobús. Salgo a las diez de la mañana en ETN. Consulto acerca del vuelo y me dicen que en el transcurso a Aguascalientes me lo harán llegar.

Salgo de casa a las 9:15. En el trayecto me llega el boleto del vuelo Aguascalientes-Oaxaca. ¡A las 20:00 horas! Estaré diez horas en la capital hidrocálida. No lo veo con desagrado. Seguro no tarda en caer el depósito de viáticos y honorarios. Además, tengo buenas y queridas amistades ahí. Así que qué puede salir mal. Decido dormir, lo hago. Despierto cuando vamos llegando a la Central Camionera.

Continuará…

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