sábado, 12 de junio de 2021

La increíble y triste historia del cándido Campech y sus viajes desalmados

I.  El origen

 Hasta entonces nunca me habían aterrado

De esa forma los aeropuertos

ISMAEL SERRANO

Llevo dos horas sentado en el parque contiguo a Plaza de Armas de Aguascalientes, Miro el ir y venir de los peatones por Francisco I. Madero. Son las tres de la tarde. Incluso el número de personas que entran y salen del Congreso del Estado es menor. Este viaje a Oaxaca pinta ser como la mayoría de mis viajes: caótico, aventurero, emocionante, al límite.

Tres o cuatro semanas antes me habían llamado para preguntarme en relación a la frecuencia y horarios de los vuelos Zacatecas-Oaxaca. Les respondí exponiendo lo limitado de los itinerarios nacionales saliendo del aeropuerto de Calera de Víctor Rosales: fuera cual fuera la opción, tendría que hacer conexión en la Ciudad de México.

Por cuestiones laborales tengo que estar en Xoxocotlán, Oax., un sábado poco antes de las nueve de la mañana. Aquella comunicación a tiempo augura que tendré un traslado tranquilo, relax. Sin embargo, los acontecimientos de las últimas horas, la incertidumbre que crece conforme avanza este viernes en la capital hidrocálida extienden la sombra de mi primer viaje en avión.

Tenía entonces diecinueve años. Entre mis máximos sueños estaba el de viajar en avión. Con la proporción correspondiente a mi primer aguinaldo adquirí los primero anteojos que usé y compré un boleto para volar a la Ciudad de México, aún Distrito Federal. Por fin cumpliría tan ansiado anhelo. Salí de las oficinas de la aerolínea TAESA, ubicadas en un centro comercial frente al Portal de Rosales, sobre la Avenida Hidalgo.

Mi horario laboral era de martes a sábado de 15:00 a 21:00 horas. El boleto era Caja de Pandora. No se trataba sólo del pase a volar, sino que me inquietaba desconocer todos los datos que estaban en él y me frustraba la incapacidad de descifrarlos. Los boletos de los autobuses foráneos eran más fáciles de leer y los de las rutas urbanas aún más sencillos. Ninguna comparación en el tipo y tamaño de papel, información y precio.

La Biblioteca Pública Central Estatal “Mauricio Magdaleno” tenía como sede la antigua alhóndiga en cuya fachada se erige el Portal de las Flores. En el portón se encontraba instalada una pequeña mesa y una silla que hacían de módulo de información del Instituto Federal Electoral (IFE), atendido en ese momento por el joven Bruno Chávez, con quien fragüé una gran amistad surgida a partir del tabaco.

Bruno en varias ocasiones había platicado que acostumbraba viajar en avión, así que consideré que sería la persona más cercana e idónea para exponerle mis dudas. Lo primero que llamó mi atención fue la anticipación con la que debería de estar en el aeropuerto: dos horas. Ante dicha inquietud. Bruno dijo que no era necesario, que “era igual que ir en camión”. Mala respuesta, siempre había llegado barriéndome a la Central Camionera.

Un par de días después se llegó el ansiado momento. Para ello me preparé como mejor consideré, basado en imaginario y estereotipos. ¿Recuerdan aquel chiste de Polo Polo respecto a su primer vuelo a España?, pues poco faltó para replicarlo. Así que organicé mi equipaje en aquella maleta deportiva, de un intensísimo rojo chillón y con el logo de Umbro, y conseguí un saco (no recuerdo con quién de mis amistades, en mi guardarropa no había tal prenda, y según mis falsas representaciones, necesitaba uno para viajar).

El vuelo, si mal no recuerdo, saldría a las cinco de la tarde. Ese día había estado muy nublado y a partir de las quince horas comenzó a llover. El Aeropuerto Internacional “Leobardo C. Ruiz” está ubicado en el municipio de Calera de Víctor Rosales, Zac., a 30 kilómetros de la capital del Estado. Todo ese día había agudizado la inquietud de lo desconocido que me embargaba desde que adquirí el boleto.

Otra duda que le planteé a Bruno fue qué es lo que debería hacer una vez estando en el aeropuerto. Le pedí que me explicara qué era eso de “documentar” (en la oficia de la aerolínea la escuché por vez primera). Bruno, esbozando esa sonrisa de oreja a oreja que siempre lo ha caracterizado, me dijo: -Cuando llegues, te formas donde veas mucha gente, avanzas y haces lo mismo que hace todo mundo. Así de fácil. Pues de acuerdo a las indicaciones de mi amigo, realmente era mucho muy fácil abordar un avión.

Las tres de la tarde. Considerando la distancia al aeropuerto, en veinte o treinta minutos podría llegar perfectamente (sí, ahora sé que los vuelos se cierran, al menos, treinta minutos antes y también la razón de la anticipación para documentar equipaje y hacer check in). Tres con treinta minutos. La lluvia se volvía intensa. Cuatro de la tarde, consideré que era hora de decirle a don José y a la señora Auxilio (el generoso matrimonio que me rentaba parte de su casa y que se ofrecieron a llevarme en su camioneta) que ya era hora. Así lo hice.

La señora Auxilio me preguntó si llegaría a tiempo. Don José respondió por mí, afirmativamente. La lluvia no aminoraba. Cuatro quince, salíamos de casa rumbo al aeropuerto. Por las mismas condiciones climáticas y, supongo, por la prudencia misma de la edad, don José conducía a una velocidad no mayor a 60 kilómetros por hora. Cuatro y veinticinco, pasamos el entronque a Morelos.

Justo en ese paraje comprendí que podría perder el vuelo. El nerviosismo se acrecentó por diversas vertientes: la emoción de volar, la angustia de llegar tarde, la incertidumbre de los procesos. Cuatro treinta, ingresamos a la vialidad que conduce al aeropuerto. Raudo agradecí y me despedí de mis arrendadores.

Bruno no me mintió. Había una gran fila esperando ser atendida en mostrador. Cuatro treinta y cinco. En la sala de espera vi rostros conocidos. Pero en una fila que no conducía al mostrador, vi a Pablo Rush, el bonachón alemán que ofrecía manjares vegetarianos en su local ubicado en el interior de la Alameda “Trinidad García de la Cadena”. Con el agrado de coincidir charlamos y bromeamos como siempre lo hacíamos. La segunda fila que identifiqué, avanzó. Pablo me preguntó a qué hora salía mi vuelo. Le mostré el boleto con la esperanza que me orientara hacia dónde se ubicaba la sala para abordar. Cuatro cuarenta. Pablo me instó a meterme de inmediato por la puerta donde la segunda fila desaparecía.

Ignoro cómo lo hice, pero de pronto ya estaba instalado en una sala de regular tamaño, con asientos y un enorme ventanal que dejaba ver a un par de aviones: a mi lado izquierdo, uno de Aeroméxico al cual, deduje, le suministraban combustible (mi sentido común me lo explicó al ver la pipa junto a la aeronave) y frente a mí, uno de TAESA con las turbinas encendidas.

Entonces me percaté de una particularidad. Frente al avión de Aeroméxico estaba una sala idéntica a la que yo me encontraba, pero con mucha más gente que en la mía. En esta última sólo estábamos un matrimonio de adultos de mediana edad y un adulto mayor con overol lleno de insignias aeroportuarias que miraba al TAESA mientras fumaba (aún se podía fumar en espacios cerrados).

Cuatro cincuenta, recuerdo la promesa que me hice a mí mismo: “no la voy a regar, no la voy a cagar, todo va a estar bien”. Pero olvidé que esas afirmaciones no están exentas de dosis de estupidez. De pronto algo llamó poderosamente mi atención: en ambas salas era el único con boleto de TAESA, los demás de Aeroméxico. ¿Acaso era el único pobretón que viajaría en la aerolínea que ofrecía vuelos en pagos? Casi instantáneamente la señora del matrimonio volteó y al mirarme un arco reflejo le provocó un ligero brinco.

Su marido hizo lo mismo, pero preguntó señalando el avión con las turbinas encendidas: -¿Es ese su avión? Ignorante de todo lo que implicaba volar, respondí que no sabía y extendí mi boleto. Los nervios hacían presa de mí. Entonces el esposo llamó al trabajador del overol para preguntarle exactamente lo mismo que a mí. El hombre miró el boleto y de inmediato arrojó su cigarro al suelo, lo piso y enérgicamente me indicó que no me moviera de donde estaba.

No sé si la circunstancia, el discreto color de mi maleta, mi indumentaria o todo junto provocaron que los pasajeros de la sala adyacente estuvieran al pendiente de mí. El marido me dijo, -No se quede ahí, vaya con el señor. A lo que repliqué que me había dado la indicación de quedarme donde estaba. Y yo era muy obediente. Pero de la otra sala salían arengas y gritos para que hiciera lo que me había dicho el marido: -¡No se quede ahí, vaya con el señor!, ¡Siga al señor!, ¡Va a perder el vuelo si se queda ahí!.

Continuará….

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