I. El origen
Hasta entonces nunca me habían aterrado
De esa forma los aeropuertos
ISMAEL SERRANO
Llevo dos horas sentado en el parque contiguo a Plaza de Armas de Aguascalientes, Miro el ir y venir de los peatones por Francisco I. Madero. Son las tres de la tarde. Incluso el número de personas que entran y salen del Congreso del Estado es menor. Este viaje a Oaxaca pinta ser como la mayoría de mis viajes: caótico, aventurero, emocionante, al límite.Tres o cuatro
semanas antes me habían llamado para preguntarme en relación a la frecuencia y
horarios de los vuelos Zacatecas-Oaxaca. Les respondí exponiendo lo limitado de
los itinerarios nacionales saliendo del aeropuerto de Calera de Víctor Rosales:
fuera cual fuera la opción, tendría que hacer conexión en la Ciudad de México.
Por cuestiones
laborales tengo que estar en Xoxocotlán, Oax., un sábado poco antes de las
nueve de la mañana. Aquella comunicación a tiempo augura que tendré un traslado
tranquilo, relax. Sin embargo, los acontecimientos de las últimas horas, la
incertidumbre que crece conforme avanza este viernes en la capital hidrocálida
extienden la sombra de mi primer viaje en avión.
Tenía entonces diecinueve años. Entre mis
máximos sueños estaba el de viajar en avión. Con la proporción correspondiente
a mi primer aguinaldo adquirí los primero anteojos que usé y compré un boleto
para volar a la Ciudad de México, aún Distrito Federal. Por fin cumpliría tan
ansiado anhelo. Salí de las oficinas de la aerolínea TAESA, ubicadas en un
centro comercial frente al Portal de Rosales, sobre la Avenida Hidalgo.
Mi horario laboral era de martes a sábado de
15:00 a 21:00 horas. El boleto era Caja de Pandora. No se trataba sólo del pase
a volar, sino que me inquietaba desconocer todos los datos que estaban en él y
me frustraba la incapacidad de descifrarlos. Los boletos de los autobuses
foráneos eran más fáciles de leer y los de las rutas urbanas aún más sencillos.
Ninguna comparación en el tipo y tamaño de papel, información y precio.
La Biblioteca Pública Central Estatal
“Mauricio Magdaleno” tenía como sede la antigua alhóndiga en cuya fachada se
erige el Portal de las Flores. En el portón se encontraba instalada una pequeña
mesa y una silla que hacían de módulo de información del Instituto Federal
Electoral (IFE), atendido en ese momento por el joven Bruno Chávez, con quien
fragüé una gran amistad surgida a partir del tabaco.
Bruno en varias ocasiones había platicado
que acostumbraba viajar en avión, así que consideré que sería la persona más
cercana e idónea para exponerle mis dudas. Lo primero que llamó mi atención fue
la anticipación con la que debería de estar en el aeropuerto: dos horas. Ante
dicha inquietud. Bruno dijo que no era necesario, que “era igual que ir en
camión”. Mala respuesta, siempre había llegado barriéndome a la Central
Camionera.
Un par de días después se llegó el ansiado
momento. Para ello me preparé como mejor consideré, basado en imaginario y
estereotipos. ¿Recuerdan aquel chiste de Polo Polo respecto a su primer vuelo a
España?, pues poco faltó para replicarlo. Así que organicé mi equipaje en
aquella maleta deportiva, de un intensísimo rojo chillón y con el logo de
Umbro, y conseguí un saco (no recuerdo con quién de mis amistades, en mi
guardarropa no había tal prenda, y según mis falsas representaciones,
necesitaba uno para viajar).
El vuelo, si mal no recuerdo, saldría a las
cinco de la tarde. Ese día había estado muy nublado y a partir de las quince
horas comenzó a llover. El Aeropuerto Internacional “Leobardo C. Ruiz” está
ubicado en el municipio de Calera de Víctor Rosales, Zac., a 30 kilómetros de
la capital del Estado. Todo ese día había agudizado la inquietud de lo
desconocido que me embargaba desde que adquirí el boleto.
Otra duda que le planteé a Bruno fue qué es
lo que debería hacer una vez estando en el aeropuerto. Le pedí que me explicara
qué era eso de “documentar” (en la oficia de la aerolínea la escuché por vez
primera). Bruno, esbozando esa sonrisa de oreja a oreja que siempre lo ha
caracterizado, me dijo: -Cuando llegues, te formas donde veas mucha gente,
avanzas y haces lo mismo que hace todo mundo. Así de fácil. Pues de acuerdo a
las indicaciones de mi amigo, realmente era mucho muy fácil abordar un avión.
Las tres de la tarde. Considerando la
distancia al aeropuerto, en veinte o treinta minutos podría llegar
perfectamente (sí, ahora sé que los vuelos se cierran, al menos, treinta
minutos antes y también la razón de la anticipación para documentar equipaje y
hacer check in). Tres con treinta
minutos. La lluvia se volvía intensa. Cuatro de la tarde, consideré que era
hora de decirle a don José y a la señora Auxilio (el generoso matrimonio que me
rentaba parte de su casa y que se ofrecieron a llevarme en su camioneta) que ya
era hora. Así lo hice.
La señora Auxilio me preguntó si llegaría a
tiempo. Don José respondió por mí, afirmativamente. La lluvia no aminoraba.
Cuatro quince, salíamos de casa rumbo al aeropuerto. Por las mismas condiciones
climáticas y, supongo, por la prudencia misma de la edad, don José conducía a
una velocidad no mayor a 60 kilómetros por hora. Cuatro y veinticinco, pasamos el
entronque a Morelos.
Justo en ese paraje comprendí que podría
perder el vuelo. El nerviosismo se acrecentó por diversas vertientes: la
emoción de volar, la angustia de llegar tarde, la incertidumbre de los
procesos. Cuatro treinta, ingresamos a la vialidad que conduce al aeropuerto.
Raudo agradecí y me despedí de mis arrendadores.
Bruno no me mintió. Había una gran fila
esperando ser atendida en mostrador. Cuatro treinta y cinco. En la sala de
espera vi rostros conocidos. Pero en una fila que no conducía al mostrador, vi
a Pablo Rush, el bonachón alemán que ofrecía manjares vegetarianos en su local
ubicado en el interior de la Alameda “Trinidad García de la Cadena”. Con el
agrado de coincidir charlamos y bromeamos como siempre lo hacíamos. La segunda
fila que identifiqué, avanzó. Pablo me preguntó a qué hora salía mi vuelo. Le
mostré el boleto con la esperanza que me orientara hacia dónde se ubicaba la
sala para abordar. Cuatro cuarenta. Pablo me instó a meterme de inmediato por
la puerta donde la segunda fila desaparecía.
Ignoro cómo lo hice, pero de pronto ya
estaba instalado en una sala de regular tamaño, con asientos y un enorme
ventanal que dejaba ver a un par de aviones: a mi lado izquierdo, uno de
Aeroméxico al cual, deduje, le suministraban combustible (mi sentido común me
lo explicó al ver la pipa junto a la aeronave) y frente a mí, uno de TAESA con
las turbinas encendidas.
Entonces me percaté de una particularidad.
Frente al avión de Aeroméxico estaba una sala idéntica a la que yo me
encontraba, pero con mucha más gente que en la mía. En esta última sólo
estábamos un matrimonio de adultos de mediana edad y un adulto mayor con overol
lleno de insignias aeroportuarias que miraba al TAESA mientras fumaba (aún se
podía fumar en espacios cerrados).
Cuatro cincuenta, recuerdo la promesa que me
hice a mí mismo: “no la voy a regar, no la voy a cagar, todo va a estar bien”.
Pero olvidé que esas afirmaciones no están exentas de dosis de estupidez. De
pronto algo llamó poderosamente mi atención: en ambas salas era el único con
boleto de TAESA, los demás de Aeroméxico. ¿Acaso era el único pobretón que
viajaría en la aerolínea que ofrecía vuelos en pagos? Casi instantáneamente la
señora del matrimonio volteó y al mirarme un arco reflejo le provocó un ligero
brinco.
Su marido hizo lo mismo, pero preguntó
señalando el avión con las turbinas encendidas: -¿Es ese su avión? Ignorante de
todo lo que implicaba volar, respondí que no sabía y extendí mi boleto. Los
nervios hacían presa de mí. Entonces el esposo llamó al trabajador del overol
para preguntarle exactamente lo mismo que a mí. El hombre miró el boleto y de
inmediato arrojó su cigarro al suelo, lo piso y enérgicamente me indicó que no
me moviera de donde estaba.
No sé si la circunstancia, el discreto color
de mi maleta, mi indumentaria o todo junto provocaron que los pasajeros de la
sala adyacente estuvieran al pendiente de mí. El marido me dijo, -No se quede
ahí, vaya con el señor. A lo que repliqué que me había dado la indicación de
quedarme donde estaba. Y yo era muy obediente. Pero de la otra sala salían
arengas y gritos para que hiciera lo que me había dicho el marido: -¡No se
quede ahí, vaya con el señor!, ¡Siga al señor!, ¡Va a perder el vuelo si se
queda ahí!.
Continuará….
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