Fue tanto el alboroto que decidí seguir al hombre del overol y cruzar la puerta de cristal que separaba la sala de espera del espacio donde estaba la aeronave. La escalera móvil que había sido retirada unos minutos antes, volvía a ensamblar con la puerta del avión. Por ella descendió, fúrico, el capitán, quien increpó al hombre del overol y preguntó qué pasaba. Éste le dijo que un pasajero se había quedado en la sala. Cuál sería su sorpresa cuando al volver la mirada me encontró muy propio (por fuera, por dentro moría de nervios) con mi saco negro y mi maleta roja incandescente.
El capitán me arrebató el boleto, lo
inspeccionó y cuestionó: ¿cómo llegaste hasta aquí?, ¿por dónde entraste? Con
aparente seguridad y tranquilidad le expliqué mi breve tránsito por los filtros
de seguridad. De inmediato cogió un woky toky y llamó seriamente la atención a seguridad. En breves palabras les
expuso mi caso. Supongo que del otro lado la respuesta fue algo así como “En
este momento vamos por él y lo sacamos”, porque dijo: “No, yo aquí le hago el check-in”.
Ahora sí, muerto de nervios subí al avión.
Una azafata, también con gesto de disgusto, me preguntó cuál era mi asiento.
Para no errar, le mostré la parte del boleto con la que me quedé. Sólo hice
énfasis en que era área para fumadores. Me condujo al final de la aeronave, me
mostró mi asiento. Entonces, ya más dueño de la situación me dispuse a colocar
la maleta en el compartimiento. ¡Oh, torpe de mí! Justo abrí el que estaba destinado
para guardar los desechables: vasos, platos, servilletas. Como una pequeña
avalancha cayeron sobre mí.
La señorita azafata, no disimuló su
contrariedad. Literalmente arrancó la maleta de mis manos y me ordenó sentarme.
Ya les había dicho que soy muy obediente, ¿verdad? Pues así lo hice. Mi mente
repetía incesantemente: “Ya no la vas a regar, ya no la vas a regar”. Así que
como el símbolo luminoso que indicaba la obligatoriedad del cinturón de
seguridad, aproveché para saber cómo funcionaba. Lo “abroché” con mucha
facilidad, sin embargo, al momento de querer abrirlo, comenzó una batalla cara
a cara, cuerpo a cuerpo, donde el cinturón estaba siendo absoluto vencedor.
Sin saber cómo, logré escuchar el “click” de
la apertura. Pero justo en ese momento se encendió el anuncio luminoso para
colocarnos el cinturón, para no fumar y no ir al baño. Debo confesar que tenía
una enorme curiosidad por conocer este último espacio. No imaginaba cómo sería
el sanitario de un avión. Pero el sentido común y las múltiples metidas de pata
que había tenido, me orillaron a dejar mi espíritu heurístico para otra
ocasión.
El resto del viaje fue tranquilo. Tanto que
minutos después de que el indicador de prohibido fumar se apagó, encendí un
cigarrillo. En el trayecto pensaba, de verdad, en lo infinito del Universo y lo
pequeño que es el ser humano. Ahí reparé que con tanto barullo me había pasado
desapercibido el despegue. Había escuchado que era una horrible sensación. Lo
mismo el aterrizaje. Pues el primero me pasó de noche. Así que me dispuse a
poner atención al segundo.
El paisaje cambió de extensos campos y
montañas a territorios con casas. Intuí que estábamos llegando. El sonido local
lo confirmó. Notificaron el descenso y dieron las indicaciones para el
aterrizaje, así como el número de banda en la cual recogeríamos nuestro
equipaje. Distraído como soy, olvidé este último dato. Otra vez la inseguridad y
los nervios vinieron a mí. Entonces se me prendió el foco: en algunas filas de
asientos más adelante iba una mujer de mediana edad, rubia, alta, con un blazer
rojo (menos intenso que mi maleta). Una mujer que no pasaba desapercibida. Así
que decidí seguirla. Total, donde ella recogiera su equipaje estaría el mío.
Aterrizamos y otra vez no puse atención a la
sensación. Ahora por estar imaginando escenarios hipotéticos: ¿y si la mujer de
rojo no lleva equipaje?, ¿y si hay mucha, mucha gente y se me pierde?, ¿y si
encuentro otra persona similar? Nada de eso sucedió. Yo seguí a mi compañera de
viaje. Caminaba rápido y yo hacía un esfuerzo por mantenerla en mi mirada. Así
por un trayecto mediano, hasta que una escalara eléctrica conducía a una gran
sala donde había múltiples bandas que paseaban maletas como carrusel. En ese
preciso instante caí en cuenta de un erro (léase horror) más: mi plan había
sido inútil puesto que ¡yo llevaba mi equipaje! Busqué la salida, la encontré y
felizmente abracé a mi madre y tías que me esperaban.
Mi primer viaje en avión de alguna manera presagiaba
que durante mucho tiempo siempre fui el último en abordar. Aclaro que no
siempre fue mi culpa. Como en aquel viaje con la Secc. 58 del SNTE a la Ciudad
de México, también, para escuchar a alguno de los candidatos a la presidencia.
Los boletos los habían comprado a través de una agencia de viajes, pero mi
nombre no estaba registrado en el mostrador de la aerolínea. De esto nos dimos
cuenta al momento de documentar. Los demás miembros de la comitiva cruzaban los
filtros de seguridad. Yo esperaba, junto con el secretario de alguna cartera, a
que resolvieran algo. Pasaron los minutos. Llamadas a la agencia, a la sección,
al Secretario General, al de Finanzas. Por fin apareció mi nombre en el
sistema. Me apresuré. Fui el último en abordar. En cuanto me senté, el avión
comenzó a moverse.
Cansado de
estar sentado en la banca de cantera, acudo al cajero Banamex que está frente a
mí. Espero me hayan depositado los honorarios y viáticos. Nada. El viejo
celular se está quedando sin batería. Debo encontrar un lugar donde pueda
conectarlo. Mis recursos son pocos, así que me dirijo al Centro Comercial Plaza
Patria, seguro ahí hay algún café. Tengo suerte. Ordeno un americano. Lo voy “mareando”
para que el celular cargue lo suficiente. Son las cuatro de la tarde. Mi vuelo
de Aguascalientes sale a las ocho de la noche. El de México a Oaxaca, a las
nueve. Voy a perder el vuelo. No hay vuelta de hoja.
Después de
aquella comunicación para preguntarme de las conexiones aéreas saliendo de
Zacatecas no hubo otra más hasta anoche a las once. Me dijeron que ya no había
vuelos de Zacatecas a Oaxaca. Les respondí: nunca ha habido. Me preguntan
cuánto tiempo hago a Aguascalientes. De ahí sale un vuelo a las 14:00 horas.
Les digo que un par de horas en autobús foráneo. Y solicito salir de Zacatecas
a las diez de la mañana para tener tiempo suficiente de llegar sin
contratiempos. Minutos después llega el boleto del autobús. Salgo a las diez de
la mañana en ETN. Consulto acerca del vuelo y me dicen que en el transcurso a
Aguascalientes me lo harán llegar.
Salgo de casa
a las 9:15. En el trayecto me llega el boleto del vuelo Aguascalientes-Oaxaca.
¡A las 20:00 horas! Estaré diez horas en la capital hidrocálida. No lo veo con
desagrado. Seguro no tarda en caer el depósito de viáticos y honorarios. Además,
tengo buenas y queridas amistades ahí. Así que qué puede salir mal. Decido
dormir, lo hago. Despierto cuando vamos llegando a la Central Camionera.
Continuará…